Una tarde, tomaba mi vermú
en la terraza del Café de la Paix, contemplando el esplendor y la miseria de la
vida parisina y asombrándome del extraño panorama de orgullo y pobreza que
desfilaba ante mis ojos, cuando oí que alguien me llamaba. Volví la cabeza y vi
a lord Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde nuestra época de
estudiantes, hacía casi diez años, así que me encantó encontrarme de nuevo con
él y nos dimos un fuerte apretón de manos. En Oxford habíamos sido grandes
amigos. Yo lo había apreciado muchísimo, ¡era tan apuesto, íntegro y divertido!
Solíamos decir que habría sido el mejor de los compañeros si no hubiese dicho
siempre la verdad, pero creo que todos le admirábamos más por su franqueza. Me
pareció que estaba muy cambiado. Daba la impresión de estar inquieto y
desorientado, como si dudara de algo. Comprendí que no podía ser un caso de
escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y
creía con la misma convicción en el Pentateuco que en la Cámara de los Pares;
así que llegué a la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si
se había casado.
-No comprendo
suficientemente bien a las mujeres -respondió.
-Mi querido Gerald -dije-,
las mujeres están hechas para ser amadas, no comprendidas.
-Soy incapaz de amar a
alguien en quien no puedo confiar -replicó.
-Creo que hay un misterio
en tu vida, Gerald -exclamé-; ¿de qué se trata?
-Vamos a dar una vuelta en
coche -contestó-, aquí hay demasiada gente. No, un carruaje amarillo no, de
cualquier otro color... Mira, aquel verde oscuro servirá.
Y poco después bajábamos
trotando por el bulevar en dirección a la Madeleine.
-¿Dónde vamos? -quise
saber.
-¡Oh, donde tú quieras!
-repuso-. Al restaurante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me hablarás de
tu vida.
-Me gustaría que tú lo
hicieras antes -dije-. Cuéntame tu misterio.
Lord Murchison sacó de su
bolsillo una cajita de tafilete con cierre de plata y me la entregó. La abrí. En
el interior llevaba la fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y de un
extraño atractivo, con sus grandes ojos de mirada distraída y su pelo suelto.
Parecía una clairvoyante, e iba envuelta en ricas pieles.
-¿Qué opinas de ese rostro?
-inquirió-. ¿Lo crees sincero?
Lo examiné detenidamente.
Tuve la sensación de que era el rostro de alguien que guardaba un secreto,
aunque fuese incapaz de adivinar si era bueno o malo. Se trataba de una belleza
moldeada a fuerza de misterios... una belleza psicológica, en realidad, no
plástica... y el atisbo de sonrisa que rondaba sus labios era demasiado sutil
para ser realmente dulce.
-Bueno -exclamó
impaciente-, ¿qué me dices?
-Es la Gioconda envuelta en
martas cibelinas -respondí-. Cuéntame todo sobre ella.
-Ahora no, después de la
cena -replicó, antes de empezar a hablar de otras cosas.
Cuando el camarero trajo el
café y los cigarrillos, recordé a Gerald su promesa. Se levantó de su asiento,
recorrió dos o tres veces de un lado a otro la estancia y, desplomándose en un
sofá, me contó la siguiente historia:
-Una tarde -dijo-, estaba
paseando por la Calle Bond alrededor de las cinco. Había una gran aglomeración
de carruajes, y éstos estaban casi parados. Cerca de la acera, había un pequeño
coche amarillo que, por algún motivo, atrajo mi atención. Al pasar junto a él,
vi asomarse el rostro que te he enseñado esta tarde. Me fascinó al instante.
Estuve toda la noche obsesionado con él, y todo el día siguiente. Caminé arriba
y abajo por esa maldita calle, mirando dentro de todos los carruajes y esperando
la llegada del coche amarillo; pero no pude encontrar a ma belle inconnue
y empecé a pensar que se trataba de un sueño. Aproximadamente una semana
después, tenía una cena en casa de Madame de Rastail. La cena iba a ser a las
ocho; pero, media hora después, seguíamos esperando en el salón. Finalmente, el
criado abrió la puerta y anunció a lady Alroy. Era la mujer que había estado
buscando. Entró muy despacio, como un rayo de luna vestido de encaje gris y,
para mi inmenso placer, me pidieron que la acompañase al comedor.
»-Creo que la vi en la
Calle Bond hace unos días, lady Alroy -exclamé con la mayor inocencia cuando nos
hubimos sentado.
»Se puso muy pálida y me
dijo quedamente:
»-No hable tan alto, por
favor; pueden oírlo.
»Me sentí muy desdichado
por haber empezado tan mal, y me zambullí imprudentemente en el asunto del
teatro francés. Ella apenas decía nada, siempre con la misma voz baja y musical,
y parecía tener miedo de que alguien la escuchara. Me enamoré apasionada,
estúpidamente de ella, y la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba
despertó mi más ferviente curiosidad. Cuando estaba a punto de marcharse, poco
después de la cena, le pregunté si me permitiría ir a visitarla. Ella pareció
vacilar, miró a uno y otro lado para comprobar si había alguien cerca de
nosotros, y luego repuso:
»-Sí, mañana a las cinco
menos cuarto.
»Pedí a Madame de Rastail
que me hablara de ella, pero lo único que logré saber fue que era una viuda con
una casa preciosa en Park Lane; y como algún aburrido científico empezó a
disertar sobre las viudas, a fin de ilustrar la supervivencia de los más
capacitados para la vida matrimonial, me despedí y regresé a casa.
»Al día siguiente llegué a
Park Lane con absoluta puntualidad, pero el mayordomo me comunicó que lady Alroy
acababa de marcharse. Me dirigí al club bastante apesadumbrado y totalmente
perplejo, y, después de meditarlo con detenimiento, le escribí una carta
pidiéndole permiso para intentar visitarla cualquier otra tarde. No recibí
ninguna respuesta en varios días, pero finalmente llegó una pequeña nota
diciendo que estaría en casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria
postdata: "Le ruego que no vuelva a escribirme a esta dirección; se lo explicaré
cuando le vea". El domingo me recibió y no pudo estar más encantadora; pero,
cuando iba a marcharme, me rogó que, si en alguna ocasión la escribía de nuevo,
dirigiera mi carta "a la atención de la señora Knox, Biblioteca Whittaker, Calle
Green”.
»-Existen razones -dijo-
que no me permiten recibir cartas en mi propia casa.
»Durante toda aquella
temporada, la vi con asiduidad, Y jamás la abandonó aquel aire de misterio. A
veces se me ocurría pensar que estaba bajo el poder de algún hombre, pero
parecía tan inaccesible que no podía creerlo. Era realmente difícil para mí
llegar a alguna conclusión, pues era como uno de esos extraños cristales que se
ven en los museos, y que tan pronto son transparentes como opacos. Al final
decidí pedirle que se casara conmigo: estaba harto del constante sigilo que
imponía a todas mis visitas y a las escasas cartas que le enviaba. Le escribí a
la biblioteca para preguntarle si podía reunirse conmigo el lunes siguiente a
las seis. Me respondió que sí, y yo me sentí en el séptimo cielo. Estaba loco
por ella, a pesar del misterio, pensaba yo entonces -por efecto de él, comprendo
ahora-. No; era la mujer lo que yo amaba. El misterio me molestaba, me
enloquecía. ¿Por qué me puso el azar en su camino?
-Entonces, ¿lo descubriste?
-exclamé.
-Eso me temo -repuso-.
Puedes juzgar por ti mismo.
»El lunes fui a almorzar
con mi tío y, hacia las cuatro, llegué a Marylebone Road. Mi tío, como sabes,
vive en Regent’s Park. Yo quería ir a Piccadilly y, para atajar, atravesé un
montón de viejas callejuelas. De pronto, vi delante de mí a lady Alroy,
completamente tapada con un velo y andando muy deprisa. Al llegar a la última
casa de la calle, subió los escalones, sacó una llave y entró en ella. "He aquí
el misterio", pensé; y me acerqué presuroso a examinar la vivienda. Parecía uno
de esos lugares que alquilan habitaciones. Su pañuelo se había caído en el
umbral. Lo recogí y lo metí en mi bolsillo. Entonces empecé a cavilar sobre lo
que debía hacer. Llegué a la conclusión de que no tenía el menor derecho a
espiarla y me dirigí en carruaje al club. A las seis aparecí en su casa. Se
hallaba recostada en un sofá, con un elegante vestido de tisú plateado sujeto
con unas extrañas adularias que siempre llevaba. Estaba muy
hermosa.
»-No sabe cuánto me alegro
de verlo -dijo-; no he salido en todo el día
»La miré sorprendido, y
sacando el pañuelo de mi bolsillo, se lo entregué.
»-Se le cayó esta tarde en
la Calle Cummor, lady Alroy -señalé sin inmutarme.
»Me miró horrorizada, pero
no hizo ninguna tentativa de coger el pañuelo.
»-¿Qué estaba haciendo
allí? -inquirí.
»-¿Y qué derecho tiene
usted a preguntármelo? -exclamó ella.
»-El derecho de un hombre
que la quiere -contesté-; he venido para pedirle que sea mi mujer.
»Ocultó el rostro entre las
manos y se deshizo en un mar de lágrimas.
»-Debe contármelo
-proseguí.
»Ella se puso en pie y,
mirándome a la cara, respondió:
»-Lord Murchison, no tengo
nada que contarle.
»-Fue usted a reunirse con
alguien -afirmé-; ése es su misterio.
»Lady Alroy adquirió una
palidez cadavérica y dijo:
»-No fui a reunirme con
nadie.
»-¿Acaso no puede decir la
verdad? -exclamé.
»-Ya se la he dicho
-repuso.
»Yo estaba furibundo,
enloquecido; no recuerdo mis palabras, pero la acusé de cosas terribles.
Finalmente, me precipité fuera de su domicilio. Ella me escribió una carta al
día siguiente; se la devolví sin abrir y me fui a Noruega con Alan Colville.
Regresé un mes más tarde y lo primero que leí en el Morning Post fue la
muerte de lady Alroy. Se había resfriado en la ópera, y había muerto de una
congestión pulmonar a los cinco días. Me encerré en casa y no quise ver a nadie.
La había querido demasiado, la había amado con locura. ¡Santo Dios! ¡Cuánto
había amado a esa mujer!
-¿Y nunca fuiste a aquella
casa? -le interrumpí.
-Sí -replicó.
»Un día me dirigí a la
Calle Cummor. No pude evitarlo; me torturaba la duda. Llamé a la puerta y me
abrió una mujer de aire respetable. Le pregunté si tenía alguna habitación para
alquilar.
»-Verá, señor -contestó-,
en teoría los salones están alquilados; pero, como hace tres meses que la señora
no viene y que nadie paga la renta, puede usted quedarse con
ellos.
»-¿Es ésta su inquilina?
-quise saber, mostrándole la foto.
»-Sin duda alguna
-exclamó-, y ¿cuándo piensa volver, señor?
»-La señora ha fallecido
-repuse.
»-¡Oh, señor, espero que no
sea cierto! -dijo la mujer-. Era mi mejor inquilina. Me pagaba tres guineas a la
semana sólo por sentarse en mis salones de vez en cuando.
»-¿Se reunía con alguien?
-le pregunté.
»Pero la mujer me aseguró
que no, que siempre llegaba sola y jamás veía a nadie.
»-¿Y qué diablos hacía?
-inquirí.
»-Se limitaba a sentarse en
el salón, señor, y leía libros; a veces también tomaba el té -respondió
ella.
»No supe qué contestarle,
así que le di una libra y me marché.
-Y bien, ¿qué crees que
significaba todo aquello? ¿No pensarás que la mujer decía la
verdad?
-Pues claro que lo
pienso.
-Entonces, ¿por qué acudía
allí lady Alroy?
-Mi querido Oswald
-replicó-, lady Alroy era simplemente una mujer obsesionada con el misterio.
Alquiló esas habitaciones por el placer de ir allí tapada con su velo,
imaginando que era la heroína de una novela. Le encantaban los secretos, pero no
era más que una esfinge sin secreto.
-¿De veras lo crees?
-Estoy convencido.
Sacó la cajita de tafilete,
la abrió y contempló la fotografía.
-Sigo teniendo mis dudas
-exclamó finalmente.
FIN
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